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viernes, 29 de octubre de 2010

El encanto del psicópata

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Dicen que soy incapaz de sentir nada. Yo no lo creo así. Siento la codicia. Siento las ganas de ganar. Siento el ego. Me encanta el poder, y no me importa hacer lo que sea para conseguirlo. Engañar, mentir, manipular, estafar... incluso matar. Si no fuera así, no estaría donde estoy ahora. Soy el Dios de una nación. Ya no el presidente o el rey, nada de cargos sin importancia. Soy un Dios y como tal me tratan las ratas que tengo por súbditos.

Mi ascenso al poder fue un proceso que comenzó desde la cuna. Nací con el don de no poder sentir remordimientos. Gracias a ello estoy aquí escribiendo esto. Si pudiera sentirlos, el dolor por todo lo que he hecho me mataría.

Además de no tener conciencia, tengo un don natural para que la gente confíe en mí. Realmente es tan sencillo... Un par de palabras halagadoras, una sonrisa, la mirada con la tonalidad adecuada... Sí, si lo pienso fríamente, es decir, como siempre, esto ha sido tan sencillo como quitarle un caramelo a un niño. Tan sólo he tenido que ir cortándole los dedos a ese niño. Todo aquel que se me puso por delante lo eliminé rápida y certeramente.

Pero comenzaré por el principio. Desde pequeño todo el mundo me adoró. Lógico, si tenemos en cuenta que, además de tener un aura difícil de resistir, tengo una inteligencia superior. Creería que en otra vida fui un vampiro si no fuera porque seguiría vivo.

Conforme crecí, pude elegir a la chica que quise. Pero no elegí, sino que me quedé con todas. Aunque en mi punto de mira tenía a la hija del hombre más rico del país. No por su belleza, nada más lejos, pues era un cualidad de la cual su carestía era elevada, sino por su cuenta corriente. Su herencia me haría convertirme en uno de los mayores magnates del mundo. Así que me casé con ella. Ni qué decir tiene que a sus espaldas tenía todas las mujeres que mi encanto podía proporcionar, y que por descontado ellas me proporcionaban aún más de lo que ya ganaba con mi esposa.

Al mes de estar casados, su padre falleció en extrañas circunstancias. No tengo ningún reparo en reconocer el asesinato. Me proporcionó la mitad de la herencia que yo buscaba, que sería completa nada más falleciera su hija. Conforme su padre murió, ella cayó enferma de una extraña enfermedad... o eso dijeron los médicos. Personalmente me encargué de ir envenenándola poco a poco. Este proceso duró unos tres meses, pero valió la pena. Para cuando acabé con ella, era el pobre viudo rico al cual todas las ricas herederas buscaban, tanto por el dinero como por el encanto.

Fui coleccionando esposas muertas en extrañas circunstancias. Hasta seis, que me convirtieron en uno de los diez hombres más ricos del mundo. "La maldición del viudo rico", titulaban los periódicos. Pensaban que quien tiene dinero no puede tener el amor, pero realmente yo me satisfacía todo lo que quería y más.

Cuando mi fortuna fue tan sólida que supe que ni en tres vidas de derroche absurdo la gastaría, me metí en política. Derribé a todos mis rivales mediante los más efectivos asesinatos, mostrándome en público tan apenado que la opinión pública comía de mi mano. Y por fin lo conseguí. Llegué a lo más alto. Pero aún quería más. Logré que ese puesto fuera permanente mediante una mediática campaña que se saldó con mi victoria, una vez más.

Ahora ya nada puede detenerme.

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