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domingo, 25 de agosto de 2013

Hasta el límite (I)

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Los pinchazos en el costado eran cada vez más dolorosos y sentía una presión cada vez mayor en el pecho, una mezcla de miedo y de protesta por parte de mis pulmones. Está claro que correr no era lo mío, nunca lo había sido, pero, cuando tu vida depende de la rapidez de tus huidas, haces caso omiso a los quejidos de tu cuerpo y corres. Corres como si te faltara el terreno bajo los pies.

Giraba la cabeza de vez en cuando. Por suerte, la mayoría de ellos tenían serias heridas por todo el cuerpo, incluyendo los pies y las piernas, así que eran bastante lentos. Pero aquellos que sólo tenían rasguños eran increíblemente rápidos, tan rápidos como cualquier persona que estuviera un poco en forma, y no mostraban signos de cansancio como yo. Cuando alguno se acercaba demasiado, intentaba acertarles en la cabeza. Viendo las heridas de muchos de ellos, dudaba que otra cosa funcionara. Acertar a un blanco en tambaleante movimiento mientras lo único que inunda tu mente es el miedo, recorriendo tus venas y llegando a cada rincón de tu cuerpo, es demasiado complicado. Casi no quedaban balas en el arma que había recogido sobre la masa sanguinolenta de lo que antes había sido un agente de policía.

Una de esas últimas balas acertó de pleno en el ojo de uno de mis perseguidores, que estaba ya a escasos diez metros de mí. Su cabeza estalló como un globo de agua en una escena de hiperrealidad sangrienta que me hizo recordar aquellas películas gore que tanto me habían gustado. Absolutamente aterrado, hice un esfuerzo para acelerar mi carrera, a pesar de los pinchazos de mis músculos, mientras uno de mis acompañantes de huida era alcanzado. Cada uno cuidaba de su propia integridad y, como en una macabra recreación de las leyes de Darwin, sólo lograban escapar los más adaptados a la cruel realidad: nos habíamos convertido en las presas. Ya no éramos el último eslabón de la cadena alimentaria.

Corrí y corrí... No sé el tiempo que me pasé corriendo, esquivando una y otra vez a esos seres. Muchos se perdieron por el camino, pero no quise mirar más atrás, concentrándome en la huida. Llegué a una línea fuertemente militarizada que protegía el aeropuerto, la única salida que quedaba, no sabíamos hacia dónde ni en qué condiciones. De hecho, ni siquiera era un aeropuerto como tal, o al menos nunca había sido usado con ese objetivo hasta ese momento. Que tuviera forma de aeropuerto se debía a la casualidad y a lo desproporcionado de los delirios de grandeza de algunos que seguramente ya estarían muertos.

Los soldados que controlaban la entrada estaban alzados sobre el suelo en unas plataformas más de tres metros de altura que los ponían a salvo de cualquier ataque aislado. Iban equipados con gafas detectoras de calor para distinguirnos de ellos y localizarlos, y los francotiradores los eliminaban con una precisión envidiable. Cuando despejaron el campo, abrieron una compuerta blindada y dejaron pasar a los pocos que habíamos llegado con vida.

Enseguida nos examinaron un grupo de militares que debían ser también médicos, en busca de rasguños, heridas o cualquier otro indicio que pudiera suponer que hubiera habido contacto con ellos y posible riesgo de contagio. Uno de los que había llegado conmigo fue apartado entre gritos mientras se debatía por escapar. Sentí una punzada de lástima por él, pero sabía que no lo conseguiría. Uno de ellos lo había cogido del brazo desnudo provocándole arañazos que luego regó con ese líquido viscoso que parecía sangre putrefacta. Aunque había conseguido reventarle la cabeza cuando desenfundó con la mano libre el gigantesco y afilado cuchillo que llevaba colgado de la cintura, todos los que adelantamos la escena huyendo de nuestro propio infierno sabíamos que estaba condenado.

No sabíamos dónde lo llevaban, pero seguro que no sería agradable. Cada uno se concentró en lo que estaba haciendo e intentó olvidar en vano los desgarradores gritos que se oían fuera de la tienda de campaña. De repente, sonó un tiro y luego silencio. No pude contener más la tensión de mi cuerpo y las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas.

El encargado de examinarme terminó la exploración y sonrió satisfecho: parecía que había pasado la prueba. Me dejaron asearme, me dieron de comer y me dejaron entrar al edificio del aeropuerto desde donde evacuaban a la gente, después de darme un número que recordaba a una matrícula de coche. Según me explicaron, era la forma que tenían de ordenar a la gente a la hora de ser evacuados. Más tarde, cuando hicieron la primera llamada desde que me incorporé a la caótica vida del aeropuerto, descubrí que tardaría mucho en salir de allí.

El aeropuerto era una ciudad de refugiados en la que la gente se sentía muy segura. Algunos incluso parecían bastante felices allí. Eran los menos, y también eran los que habían conseguido llegar en familia. No hablaba con nadie, no me sentía con ánimos para ello, pero había bastante camaradería entre la gente. No había muchos disturbios porque, aunque escasa, había comida para todos. La gente esperaba paciente su turno para ser evacuado. Se notaba un orden dentro del caos, sin duda. De vez en cuando llegaban nuevos refugiados, como había llegado yo. El miedo en sus caras y sus gritos en sueños duraban semanas, hasta que se tranquilizaban en el ambiente del aeropuerto y enterraban en lo más profundo sus recuerdos.

Los grupos de supervivientes se habían espaciado bastante en el tiempo: ya no llegaba más de un grupo al día o cada dos días. En la última de las remesas de refugiados que recibió el aeropuerto hubo un caso como el del chico que llegó conmigo. Los gritos llegaron dentro del edificio, mientras llamaban a prepararse a los afortunados pasajeros de uno de los vuelos del día a ese lugar desconocido que prometía la salvación. Pero esta vez el asunto no se resolvió con un disparo seguido de silencio. Gritos y más gritos llegaban desde fuera, y la gente empezó a ponerse nerviosa. Un ruido de cristales rotos rompió la relativa y tensa calma de los moradores del aeropuerto y cundió el pánico.

La gente corría de un lado a otro, intentando buscar refugio en la trampa mortal que era el edificio. Muchos intentaban alcanzar la puerta de embarque para huir en ese avión que estaba a punto de partir. Una y otra vez la gente moría y se levantaba. Estaba totalmente aterrorizado, sin saber qué hacer. Corría de un lado para otro, buscando una salida a cualquier parte que no estuviera dentro de la terminal. Junto a un mostrador de facturación me acorralaron dos de ellos. No tenía escapatoria.

Una mano me agarró. El primer mordisco fue el peor. La sangre manaba abundante tras la carne desgarrada. Tenía los sentidos en un nivel de alerta sobrehumano. El olor a sangre era nauseabundo. Las imágenes se tiñeron de colores que no había visto hasta ahora convirtiendo cada momento en un vídeo de hiperrealidad psicodélica. Pude distinguir cada grito que sonaba a mi alrededor y escuchar las imploraciones y maldiciones a Dios que se hacían desde el otro lado del aeropuerto. La boca me sabía a sangre y lágrimas, un macabro cóctel que me puso la piel de gallina. El dolor era tan insoportable que quería vomitar. Y entonces dejé de sentir hasta que me desmayé. Justo antes, vi a una familia pasar corriendo hacia la puerta de embarque y una atroz hambre me desbordó.

Hasta el límite (II)

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