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martes, 27 de agosto de 2013

Hasta el límite (II)

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Hasta el límite (I)

La familia tenía un objetivo: subir a ese avión. Llevaban semanas esperándolo, aguantando con la esperanza de volver a empezar allá donde llevara. Ese por fin era el día. Al menos, hasta que se había desatado el apocalipsis sobre sus cabezas. Escuchar que sus matrículas estaban entre las designadas ese día había provocado en ellos una alegría que en cuestión de cinco minutos se había convertido en pánico.

Todos corrían para intentar alcanzar la puerta de embarque. Los soldados encargados de mantener el orden intentaban dar prioridad a aquellos que poseían las preciadas matrículas que hoy debían llevarlos a ese nuevo lugar. Pero la gente luchaba por subir al avión. Llevara donde llevara, cualquier lugar era mejor que donde estaban ahora mismo. Los gritos de agonía se escuchaban cada vez más cerca y la gente empezaba a perder su humanidad en pos de su supervivencia.

El padre cogió a su pequeña, que estaba totalmente aterrada, y arrastró a su mujer contra la muchedumbre, intentando abrirse camino. Finalmente lo consiguió, y el numeroso grupo de gente, que crecía a cada momento, los escupió contra la puerta de embarque. Tras entregar sus matrículas, les dejaron pasar al avión. El resto de pasajeros tenían la mirada tensa y ansiosa por despegar. Niños llorando, miradas perdidas y dolientes de sus muertos estaban repartidos por los asientos, casi todos ocupados.

Cuando se sentaron, sonó un gran estruendo y unas veinte personas se colaron en el avión. La compuerta empezó a cerrarse en ese momento, impidiendo el paso al resto que intentaba acceder. Antes de que terminara de cerrarse del todo, el avión empezó a moverse, preparándose para el despegue. Los recién llegados miraban con hostilidad al resto de pasajeros, como si los culparan de todos los seres queridos que habían dejado atrás. Algunos tenían salpicaduras de sangre.

El viaje fue incómodo, tanto por la tensión que había en el ambiente como porque muchos de los últimos en llegar no tenían asiento y se sentaron en los pasillos. Por suerte, fue corto, y en menos de una hora empezaron a descender. La bajada del avión fue rápida, como si todos quisieran darse la mayor prisa posible por dejar atrás cualquier cosa que les recordara el infierno que habían pasado.

Acababan de llegar a una isla que permanecía limpia y con los suficientes recursos para mantener a una población medianamente importante y estable. Acomodaron a los recién llegados en una zona residencial con pisos lúgubres, pero funcionales, en los que había agua potable, comida y una radio de radioaficionado. Todo parecía controlado, y nadie se molestó en requerir una cuarentena para los recién llegados, ya que se suponía que estaban limpios. Nadie informó de que algunos se habían colado en el avión.

La familia se instaló en su nueva casa. El padre aún tenía el miedo en sus venas, haciendo sinapsis en sus neuronas, y decidió tapiar todas las ventanas y cerrar la puerta de entrada, atrancándola con muebles. Intentaban no salir a menos que fuera totalmente necesario. Tres días después de llegar, comenzó la pesadilla. La expresión de terror de la madre rallaba la locura, y la hija no paraba de llorar. El padre, preso del pánico, recorrió la casa buscando resquicios por donde se pudieran colar, y racionó la comida. También buscó todo lo que se pudiera usar como arma, y encontró largos cuchillos en la cocina y una escopeta con muy poca munición. Decidió reservarla esperando no tener que utilizarla. Por último, encendió la radio, esperando instrucciones. La música seguía sonando como si nada en la frecuencia que emitía la organización de la isla.

Tras una semana en la casa, haciendo el menor ruido posible, la comida perecedera se había terminado o estropeado, y la no perecedera comenzó a escasear. El padre intentaba aplazar todo lo posible la salida del refugio, aunque el punto de reservas alimentarias más cercano no estaba muy alejado. Rondaban la casa y les ponían la carne de gallina con sus gemidos. Su mujer estaba cada día más histérica y se pasaba las horas sentada en un rincón mirando al infinito. Su hija ya se había tranquilizado y estaba ajena a todo, haciendo un mural en la pared con pintura que habían encontrado por la casa. Era un dibujo muy bonito de globos volando por el cielo. La niña se encontraba encerrada en aquel lugar, pero sabía que salir era peligroso.

El padre tardó unos días en decidirse, pero tras ver la mirada suplicante de su hija tras darle la última ración de comida, se dijo que no podía esperar más. Desatrancó la puerta y salió a la calle, con la escopeta en una mano y una bolsa grande en la otra. Además, llevaba un par de largos cuchillos para la posible lucha cuerpo a cuerpo. Llegó al final de la calle, entró al local donde guardaban las reservas y empezó a llenar la bolsa. Oyó un ruido y se asomó al otro pasillo. Uno de esos seres se acercaba hacia donde él estaba. De repente, apareció otro hombre con un arma y le disparó a la cabeza. El cráneo reventó llenándolo todo de sangre.

El ruido los atrajo a su posición. Él se fue corriendo y salió por la puerta de atrás, abandonando al que había abierto fuego a su suerte. En la puerta trasera había un pequeño grupo y tuvo que utilizar la escopeta por primera vez. La sangre salpicó una y otra vez, y cuando se quedó sin balas, huyó. Lleno de sangre, corrió hacia la casa, entró y se acercó a su familia con la cara desencajada por el terror.

El hambre era ya más fuerte que el miedo. Su mujer no se dio cuenta de la sangre que salpicaba la bolsa y todo lo que contenía. Y él vio con horror cómo lo que su mujer estaba comiendo en ese momento estaba lleno de sangre. Cuando ella se detuvo y vio el alcance de lo que acababa de pasar, las pupilas se le dilataron por el miedo, abrazó a su hija y le pidió a su marido que la matara. Pero él no podía hacerlo.

La mujer se encerró en una habitación. Se la oía gritar debido a las alucinaciones. El hombre sabía que le quedaba poco tiempo de vida, pero no podía hacer más que abrazar a su hija y consolarla. Pasaba las horas moviendo el dial de la radio en busca de alguna señal de civilización. Y entonces escuchó una retransmisión que lo dejó helado.

"Parece que esta nueva mutación es más fuerte, pero sobre todo más inteligente. No lo detienen las puertas. Sabe lo que busca y lo busca con ahínco".

La retransmisión se cortó. Y oyó tras él una respiración muerta. Una niña cubierta de sangre con la cara desfigurada lo miraba desde la puerta. Había olvidado atrancarla. Se acercaba a su hija peligrosamente, hasta que la madre se interpuso entre ellas, casi totalmente transformada. La poca humanidad que le quedaba la utilizó para intentar salvar a su hija. La niña le arrancó la cabeza de un mordisco mientras la hija chillaba de auténtico terror. El padre estaba totalmente paralizado, sin capacidad de reacción. Y cuando vio cómo la niña cogía a su hija y la mordía intentando devorarla, cogió la escopeta y disparó.

Pero su hija ya estaba condenada. Llorando de desesperación y entre los gritos de su hija, cogió la escopeta y le disparó. Después se suicidó.

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