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lunes, 25 de julio de 2011

Frannie

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Se levantó tras una noche en vela y encendió el tocadiscos. Una potente voz de alma negra inundó la habitación de soul. Se sentó en el alféizar de la ventana, observando el amanecer mientras jugaba con los visillos. En la calle, un hombre mayor caminaba calle arriba seguido de cerca por un perro que olisqueaba las esquinas de cada portal. Por lo demás, las calles estaban muertas o, mejor dicho, dormidas. Sí, en efecto, la gente dormía tranquilamente al tiempo que ella no podía.


Los restos de su insomne noche estaban esparcidos por la habitación. En la mesilla junto al sillón había un libro con el marcapáginas fuera de sitio, signo inequívoco de que la historia había llegado a su fin. La portada era alegre, la historia ligera, adictiva, y quizá por ello no había sido un somnífero demasiado efectivo. A decir verdad, le había servido un poco, ya que el argumento tenía tan poco que ver con su vida que le había servido para olvidarse de ella por un rato. Pero toda ficción llega a su fin.

Sobre la cama estaban las cartas que se habían escrito durante años. Te quieros esparcidos en las sábanas que tantas veces habían compartido, despertando al día siguiente con caricias que decían más que las propias palabras. Eso tampoco le había ayudado mucho a dormir. Recordar que ya no sería la única que hubiera tocado su piel y, más importante, su corazón, no era un consuelo tranquilizador para el sueño. Más cuando todavía... al ver amanecer cada día se le escapaba un te amo.

Sobre la cómoda estaba su móvil y un cenicero. Su hermano solía ser su confidente en noches insomnes. Ambos, con un cigarrillo entre los dedos, colgados de una línea, se contaban todo aquello que no podían contarle a nadie más, ya que no creían en los curas y no tenían dinero para psicólogos. Aquella noche su hermano, salvador de tantos problemas, había sido el primero en desfallecer de cansancio al otro lado. Comprensiva, ella había cortado la comunicación. Respetaba el sueño de los que tenían la gracia de Morfeo.

En el cenicero también había restos de algo más que colillas de cigarrillos. Mientras el tocadiscos seguía girando, recordó cómo la marihuana y ella se habían estado lamentando de su debilidad ante los hombres. La arrastraban a espirales autodestructivas, noches blancas y sustancias prohibidas. Se quedó mirando durante mucho tiempo su foto, que aún conservaba detrás del espejo, junto a esas sustancias, para que en caso de que llegara de improviso su hermano, no pudiera encontrar nada de aquello que incluso ella misma consideraba prohibido.

Sobre la mesilla de noche estaba la botella que la había acompañado durante un tiempo indeterminado, pero seguramente no corto. Al menos eso había conseguido cambiar su estado de ánimo, volviéndola invulnerable durante un rato al recuerdo de su voz, que conservaba grabada en cintas que escondía bajo una lámina del parqué. Ahora mismo no podía recordarla; su mente estaba repleta de la voz de alma negra cantando desde el tocadiscos.

La puerta del aseo estaba entreabierta. Sabía qué encontraría al entrar. Las jeringuillas estarían tiradas en el suelo. Las mismas que, cuando el alcohol no había sido suficiente, se habían encargado de hacerla dormir. Pero esta vez no había sido capaz. Ver el sol entrar por la ventana la había despertado del sueño de autodestrucción.

Nada cambiaba entre la noche y el día. Pero él siempre se iba de día. ¿Qué más daba un día más? Esperaría que por la noche llegara, tocara su puerta y la rodeara con sus brazos. O que otra noche rezumante de recuerdos, letras, humo, alcohol y sangre lanzara piedras al cristal de su ventana para trepar en busca de una velada inolvidable. Y soul sonando en un viejo tocadiscos.

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