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miércoles, 5 de enero de 2011

Zirterem

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La luz de las farolas la alumbraba. Amarilla y tan fría como cálida parecía. La luna, su acompañante ocasional para las largas noches esperando lo que necesitaba, pero odiaba, se había retirado ya del cenit, y las estrellas se ocultaban de la luz urbana por miedo a deslucir su brillo con ese alumbrar pernicioso.

Nada más, nadie más, había en aquel lugar que no fuera ella. Hacía mucho que había abandonado sus sueños. Los dejó en la almohada que había empapado con sus lágrimas desde que le robaron su nombre y su dignidad cuando buscaba salir de su miseria.

Alejadas quedaban las tardes de risas e ilusiones, los juegos y esperanzas rotas. Su vida era noches frías, calles vacías, coches inquietantes, miradas pervertidas, vejaciones foráneas, tortura. El infierno terrenal.

No cree en Dios... no cree en nada, pero reza, y reza; nadie la escucha. Una y otra vez, miradas la condenan, y debe dejarse arrastrar hacia lugares que desnaturalizan su espacio - tiempo.

Porque a sus 15 años se siente ya anciana.

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