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lunes, 20 de junio de 2011

El reemplazo

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El cambio adaptativo había sido asombroso. Nadie hubiera dicho que era otra persona. Incluso mis compañeros de trabajo, los más parecido a amigos que tenía, los más cercanos, me habían saludado como cualquier otro día, como si ningún cambio hubiera operado en mi ser. Pero cierto es que no sólo se había operado un cambio en mi ser, sino que era un ser completamente distinto, con otro ADN, con otro pasado, con otra alma.

Lo había visto pasar durante una semana entera desde el callejón que había sido mi hogar. Siempre iba con la cabeza alta, el paso firme y la sonrisa del que tiene todo en la vida. Era un hombre orgulloso y feliz, irradiaba luz. Empezó a gestarse en mi mente la idea de qué sería de mi vida si fuera aquel hombre. Un día me decidí a seguirlo, abandonando el oscuro agujero que me cobijaba en busca de un destino mejor. Averigüé dónde trabajaba, dónde vivía, que lo hacía solo y que no tenía nada más que un perro enorme y con pinta de peligroso que, como pude comprobar más tarde, era más bueno de lo que parecía.

Un día dispuse que esa era el día. Llamé a su puerta tras robar algo de ropa y de asearme en el aseo de un bar donde tomé un par de copas. El hombre abrió y se quedó con cara extrañada, sin saber quién era. Me excusé diciendo que era un antiguo compañero de instituto que estaba de paso por la ciudad y que me había enterado de dónde vivía. El hombre no dio signos de reconocerme, pero al ver mi insistencia, por pura educación, tuvo que hacerme pasar.

La casa era grande. El perrazo se acercó a olerme los zapatos y le di un par de caricias distraídas, tras las cuales el can se retiró a su rincón junto a la estufa de leña que había en el salón. El hombre me ofreció una copa de buen vino tras preguntarme de nuevo por mi nombre. Jack Ripper, me presenté. El hombre fue hacia la cocina para coger las copas para el vino y ese fue el momento escogido por mí para actuar. Busqué lo que estaba más a mano, el atizador de la estufa y le golpeé fuerte en la cabeza. Ni siquiera se llegó a dar cuenta.

Cuando me aseguré de que estaba muerto, lo miré atentamente. Medía exactamente lo mismo que yo. Tenía el pelo del mismo color, aunque yo lo tenía más largo. La única diferencia es que no tenía los ojos marrones, sino verdes. Miré en su cartera. Había dinero de sobra. Salí a la calle y entré en la primera óptica que encontré. Allí compré lentillas verdes. Hasta ahora todo iba perfecto. Ya que estaba en la calle, fue a una barbería y me corté el pelo. Me quedó ligeramente más corto, pero cualquiera puede cambiar de look de un día a otro.

Al día siguiente tenía que ir al trabajo. Cuando terminé de arreglarme, era un perfecto clon de aquel hombre iluminado con el cual había acabado para tener su luz. Y nadie se dio cuenta. De camino al trabajo, me deshice de su cuerpo poniéndole mi ropa andrajosa y dejándolo en el agujero infecto del que salí. A los ojos del mundo no sería más que un pobre hombre alcohólico que murió en alguna pelea callejera.

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