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sábado, 25 de junio de 2011

I

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Salió de la habitación con la ilusión de un niño que había encontrado un nuevo juego. La pintura de su cara se escurría entre las comisuras de los labios y se extendía desde los ojos hasta más allá de las mejillas. De sus pies colgaban unos zapatos de tacón de un tamaño el doble de lo necesario para sus pequeños pies, y en su cuello pendía un collar que iba perfectamente a juego con el vestido que arrastraba por el suelo, de flores y colores chillones.
Todo su atuendo lo había encontrado en el armario de sus padres, en el que se había sumergido en busca de nuevos juguetes con los que hacer volar su fantasía. Se había probado prácticamente todo hasta encontrar aquello con lo que se sentía más cómodo. Se miró al espejo y pensó que con un poco de pintura de mamá estaría incluso más guapo.

Estaba muy orgulloso de lo bien que había quedado, y en su ilusión e inocencia infantil imaginó ir cada día así vestido. Mientras andaba por el pasillo, en su cabeza se cruzó la idea de que le faltaba algo para ir verdaderamente como quería ir: un bolso. Tras cogerlo de detrás de la puerta de la habitación de sus padres, se encaminó hacia el salón muy feliz con el objetivo de enseñarles a sus padres lo guapo que iba.
Por el camino casi cayó cuando se enredó con un balón que había dejado tirado por la casa, en su desidia hacia ese deporte que a papá le encantaba. Cuando se recuperó del susto y se volvió a colocar el zapato que se le había escurrido del pie, siguió su camino y cruzó el umbral de la puerta.

En el salón estaba en ese momento su padre acompañado de un señor que siempre le daba miedo, con un bigotito debajo de su nariz que daba la impresión de buscar el punto cómico a la vida, como el de algunos payasos de la tele. Pero la expresión de ese hombre no era bonachona como la de esos graciosos payasos, sino que era fría y seria como la de los militares que lo miraban desde los marcos de los cuadros cuando cruzaba el pasillo.
Pensó que a su padre le gustaría su disfraz, y que a la parte cómica consistente en el bigote de aquel señor también. Sabía que su madre estaría en la cocina con la mujer se aquel hombre, y pensaba enseñarle después su vestimenta. Seguro que el próximo día le diría que le pintase él esos ojos violetas tan bonitos que tenía.

Entró en el salón y se puso al lado de su padre, esperando que terminará aquello de lo que estaba hablando con el hombre del bigotito.

- No puede ser. Se está siendo tan permisivo con los maricones que se reproducen. Aún no sé cómo pueden negar que lo suyo es una enfermedad - decía el hombre de los bigotes.

- Por supuesto, Alfredo, por supuesto. Es algo que hay que detectar desde crío y cortar de raíz, antes de que infecte a otros niños.

Su padre se dio cuenta de su presencia y lo miró. Una gran "O" se dibujó en sus labios, se puso de un rojo congestionado y convirtió su apacible expresión en la más dura máscara del enfado. El señor de los bigotes miraba al padre con incredulidad, mientras el niño, feliz en su ignorancia, lucía con orgullo su vestido, su pintura, su bolso, sus zapatos. En ese momento, el padre le dio un puñetazo al niño y lo dejó inconsciente, como un muñeco roto, sangrando en el suelo. La madre y la señora de Alfredo llegaron al momento alertadas por el fuerte golpe, y la madre corrió a abrazar a su hijo mientras el padre miraba por la ventana hacia la calle, pensativo. Alfredo y su señora presentaron sus disculpas y se marcharon.

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